La segunda parte del “díptico anti-bélico” de Clint Eastwood (según la calificó algún pope de la crítica cinematográfica local), “Cartas desde Iwo Jima”, se promocionó como la contracara de “La conquista del honor” (Flags of our Fathers, según el título original), del mismo director.
No es necesario hilar demasiado fino para adivinar el perfil propagandístico de la primera entrega de Eastwood, reforzado aún más con las heroicas imágenes (abundantes en trailers y afiches) de los soldados norteamericanos plantando bandera en tierras del imperio del sol naciente. Más interesante podía suponerse la pretendida “visión japonesa” sobre la guerra; pero por desgracia, el director ofrece simplemente la visión norteamericana sobre los japoneses. Visión, una vez más, caricaturesca y malintencionada.
Toda ilusión de ver algún intento de autocrítica, o de ponerse realmente en el lugar de un pueblo destrozado por una masacre nuclear, queda descartada desde las primeras escenas del film, situado en 1944. Allí, unos harapientos y desmoralizados soldados japoneses cavan trincheras en las costas de la isla de Iwo Jima. Maltratados por sus superiores (brutales e ignorantes), lo único que desean es entregarle la isla a los norteamericanos e irse a sus casas. No se trata de un exabrupto, pues el deseo de rendirse está presente en los soldados durante toda la película.
No hay honor por conquistar en el lado nipón. Sólo se ve en ellos torpeza, atraso cultural y tecnológico, absoluta inutilidad para el combate, fracturas en los niveles de mando, y una lista interminable de calamidades. Apenas hay dos oficiales del ejército japonés que se destacan del resto por su inteligencia, humanidad y valor: el General Kuribayashi y el Baron Nishi.
Casualmente, ambos personajes son los que están culturalmente más cercanos a Estados Unidos. Kuribayashi (interpretado por Ken Watanabe), es un general japonés formado en Estados Unidos, país del cual guarda hermosos recuerdos y una gran admiración (además de una pistola Colt 45 siempre en su cintura). Por su parte, Nishi (Tsuyoshi Ihara), además de militar es un excelente jinete, y fue su experiencia en los Juegos Olímpicos de Los Angeles 1932 la que lo “civilizó”. La escena en que ambos oficiales se reúnen a recordar los buenos tiempos previos a la guerra, con una botella de wishky americano de por medio, grafica claramente algo que recorre todo el film: la pretendida admiración de los japoneses a todo lo que provenga de Estados Unidos, incluso durante el combate.
La devoción por las Colt y el Jack Daniels, en el país de los sables y el sake, es una metáfora poderosa, que se complementa con otras burlas a la cultura japonesa. La más flagrante es la parodia a los kamikazes. Aquí todos los soldados y superiores que entran en pánico simplemente se suicidan en túneles subterráneos (¿cómo ratas, Clint?). Sólo hay uno que decide causar bajas enemigas a cambio de su vida, pero de puro torpe que es, se acuesta abrazado a minas antitanque en un lugar por donde no pasa ni un mísero jeep. Su fallida misión suicida provoca estúpidas risas en el público, mientras el suicidio en las cuevas es la única salida para los demás.
Algún soldado japonés, abrumado por la superioridad militar enemiga, predica: “a mí me enseñaron que los americanos eran salvajes y cobardes, pero no, son valientes”. De ambos lados son asesinados los prisioneros de guerra, pero significativamente, el protagonista del film, Saigo, es capturado por el ejército estadounidense y tratado con todo respeto y compasión como prisionero de guerra, imagen que cierra el film y deja en claro quiénes son los buenos.
Es sabido por todos que luego de la Segunda Guerra Mundial, Japón fue colonizado militar y culturalmente por Estados Unidos. Es cierto que hoy la sociedad nipona (sobre todo la juventud) admira acríticamente todo lo occidental, y que poco queda de aquella cultura imperial y expansionista. Pero para que esto ocurriera, fue necesario (entre otras cosas) dos ataques nucleares sobre poblaciones civiles.
Un “detalle” que oportunamente Clint Eastwood pasa por alto, ya que su cómodo recorte de la guerra lo limita a la batalla en la isla que da nombre al film. Mientras la paranoia de los gobiernos norteamericanos sigue situando a las amenazas nucleares a lo largo y ancho de toda Asia, el bueno de Clint pasó por alto que la única vez que se usaron bombas atómicas en combates, fue a pocos kilómetros y justo al año siguiente de donde él posó su acotada mirada.
¿Será por la torpeza y la cobardía que se muestra del ejército japonés, que aparentemente no hubieran sido necesarios dos ataques nucleares, para derrotarlos definitivamente y doblegarlos hasta la actualidad? Pero ni siquiera dos bombas atómicas son suficientes para aniquilar una cultura. Seis años de ocupación militar (1945-1951) y cincuenta de colonialismo cultural, hicieron de Japón lo que es hoy.
¿Colonialismo cultural? Término para algunos anacrónico, pero seguramente más adecuado para referirse al film “Cartas desde Iwo Jima”, en vez de repetir con la gacetilla de prensa correspondiente que se trata de la visión japonesa sobre la guerra.