El pianista de Bratislava

Bratislava, piano

La lluvia otoñal despejó de turistas el casco histórico de Bratislava. Atardecer de lunes poco concurrido en la capital eslovaca, con el castillo cerrado al público, lo que permite acompañar la última luz del día apreciando la ciudad casi despojada de la inevitable distorsión que las hordas de visitantes provocan en las principales metrópolis europeas.

Los extranjeros ahora son la minoría silenciosa. La vida de la urbe transcurre entre aficionados al running que cruzan el Danubio a través del Puente Nuevo y familias que salen de compras o se preparan para la cena mientras cae la noche. La plaza Hlavné Námestié (literalmente, plaza principal), que había brillado con el sol del mediodía y congregado a un apretado puñado de turistas, ahora descansa en una silenciosa penumbra.

Salvo por un solo de piano que llega desde el pasaje gótico que atraviesa el Ayuntamiento Viejo y une el patio interno con la plaza. Allí donde un anónimo pianista suele pasar sus tardes tocando melodías entretenidas mientras otro hombre y una mujer (posiblemente su esposa) piden algunas monedas a los transeúntes. Pero lo que suena ahora, de noche, es distinto. Es solitario y triste; expresivo como si el Goya más negro lo hubiera pintado. Romanticismo eslavo en lo profundo del Viejo Continente. Ya no es por dinero, ya no hay fotos ni turistas. Es el pianista con su instrumento, a solas. Refugiados al costado del patio, apenas visibles entre las sombras que la arquitectura medieval proyecta sobre el centro.

Toca apasionadamente, se sumerge en las teclas, se dobla sobre sí mismo hasta sentir en su cuerpo el dolor que transmite su música. Los últimos turistas que quedan en la ciudad pasan de largo sin siquiera detenerse a verlo. Ya no es espectáculo, ni hay luz para la foto. Ya no hay música ligera para entretener al oído atrofiado por selfies.

Sólo lo escucha ella. Sentada al costado de una columna, escondiendo su rostro entre el humo de cigarrillos que fuma casi con angustia. Ella es la única que aplaude desde su esquina cuando el pianista termina una pieza. Ella se enoja con la insensibilidad de todos aquellos que pasan hablando a los gritos y arruinan el momento. Ella acaba de mudarse a Bratislava proveniente Pezinok, una pequeña ciudad agraria ubicada a 20 kilómetros al noreste de la capital, que le resulta enorme y agobiante a pesar de que a ojos extranjeros se pueda recorrer apenas en un día.

Ella vino a Bratislava para estudiar piano en el conservatorio. Le había parecido una buena señal encontrar el solitario instrumento en el patio interno de la plaza central, todavía mojada por la lluvia de la tarde. Ella se sentó a tocar, pero el pianista, notablemente borracho, la apartó de mala manera. Quizás era sólo recelo por compartir su herramienta de trabajo. Pero la alejó bruscamente y se puso a tocar él. A ella le pareció grosero. Otro borracho de esos que mejor evitarlos. Personajes propios de una gran ciudad. Ella extrañaba la vida de campo, a su familia. Pero se queda a escucharlo. Se queda y no entiende cómo puede surgir tanta belleza de alguien que minutos antes le había parecido vulgar y repugnante.

Los últimos minutos de la noche los encuentran a solas. Sin hablarse ni mirarse. Cada uno en la oscuridad de su rincón: él toca, ella lo admira. Repentinamente el músico finaliza, se para con dificultad, se tambalea. La precisión y coordinación de sus manos en las teclas del piano nada tienen que ver con su incapacidad para dar dos pasos seguidos sin trastabillar, hasta chocar contra las paredes. Ella se levanta de un salto y corre hacia él. Lo sostiene, le habla. El diálogo queda sólo para ellos. La ciudad también.

Texto: Mariano García

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