Viena: la escenografía y su gente

El acceso al Palacio de Schönbrunn, la ostentosa residencia barroca que albergó durante siglos a la monarquía de los Habsburgo, nos da la clave para entender a la Viena de hoy. El cartel promocional de la entrada destaca que allí nació, pasó gran parte de su vida y murió el emperador Francisco José I (1830-1916). La imagen lo muestra encorvado sobre su escritorio, escribiendo a la luz de las velas, y el texto explica con orgullo que el austero monarca trabajaba en su despacho 16 horas por día.

No son las joyas, ni los muebles ni las pinturas que también se encuentran allí. Ni siquiera figura de su esposa Sissi, personaje mucho más interesante, atractivo y cinematográfico. Es la laboriosidad del Emperador de Austria lo que la gráfica publicitaria privilegia. Incluso al recorrer el palacio, se destaca el pequeño baño que utilizaba, junto a su despacho, que dista mucho de ser lo que uno esperaría de uno de los hombres más poderosos de la Europa monárquica del siglo XIX (su reinado de 68 años es el tercero más prolongado de la historia europea).

La Viena de hoy mantiene en su escenografía la monumental arquitectura de un gran pasado imperial. La que fuera durante el siglo XIX el faro intelectual y cultural de Occidente, hoy se contenta con ser una de las metrópolis con mejor calidad de vida, orden, limpieza y seguridad del mundo. Pero muy lejos quedó la relevancia de la que fue capital del gran Imperio Austro-Húngaro. El lujo del pasado monárquico es apenas un atractivo turístico, desconectado del estilo de vida eficiente y moderado de sus habitantes, que al igual que el Emperador Francisco José parecen concentrarse en el trabajo y la productividad desde que amanece hasta que se acuestan. En la vida del ciudadano vienés moderno las ocho horas de sueño diario son un dogma inquebrantable. A las 8 pm se cena, a las 9 a dormir, a las 7 am del día siguiente se despiertan, a las 8 o 9 todo el mundo fresco y listos para trabajar.  Si hay un rato para tomar algo en un after office, no sorprende que lleven sus computadoras personales para continuar con el trabajo de la jornada.

Viena es una máquina de eficiencia y productividad, pero el precio a pagar por esa perfección es la pérdida del espíritu artístico y las inquietudes intelectuales de siglos pasados. Sin embargo, todavía se puede recorrer la ciudad buscando las huellas del esplendor de antaño y sus principales personajes.

Así nos encontramos con la obra de Gustav Klimt en el museo del Palacio Belvedere (Prinz Eugen-Strasse 27), que expone con orgullo “El Beso”, la pintura más conocida del pintor icónico de la ciudad, con sus mosaicos y oro como recursos ornamentales. Continuando con la estética Art Nouveau de Klimt, el distrito Jugendstil frente al mercado Nachtmarkt (entre Karlsplatz y Kettenbrückengasse) completa el panorama dedicado a las expresivas decoraciones y ornamentos, con la inconfundible impronta de Otto Wagner.

Dando un giro arquitectónico de 180 grados, Viena también alberga la obra del pionero del racionalismo funcional, Adolf Loos. Fue en esta ciudad donde escribió su recordado ensayo “Ornamento y delito”, manifiesto contrario al barroquismo y los excesos decorativos en los edificios.  Sus principios teóricos pueden verse materializados en edificios como la Sastrería Goldman & Salatsch (también llamada “Casa Loos”, Michaelerplatz 3) y la Casa Steiner (St. Veit-Gasse 10), entre otras.

La Ópera de Viena (Opernring 2), con su ubicación estratégica en el centro de la ciudad, junto al Museo Albertina, nos trae el recuerdo del período romántico, de la Viena clásica por la que pasaron Beethoven, Mozart, Schubert, Mahler  o Strauss. A su alrededor se reúnen tanto turistas como locales para apreciar las transmisiones en pantalla gigante de las óperas y conciertos que allí tienen lugar. Valses y sinfonías también resuenan en dos de los lugares más visitados de la ciudad: la Casa de Mozart (en la calle Domgasse nº 5, única vivienda en Viena de Mozart que aún se conserva, de la docena que tuvo, donde residió entre 1784 y 1787), y en el Stadtpark, que luce en brillante oro el monumento a Johann Strauss, una de las imágenes más fotografiadas de toda Viena.

El casco antiguo de Viena alberga docenas de cafés tradicionales, donde el visitante se puede imbuir de la cultura del café que existe en Viena en sus formas más originarias, y recrear los ambientes intelectuales que encontraron en estos establecimientos un entorno favorable para el surgimiento de nuevas ideas. El Café Central (esquina de las calles Herrengasse/Strauchgasse) fue el preferido de escritores que eran clientes habituales, como Arthur Schnitzler y Peter Altenberg. También el Café Imperial (Kärntner Ring 16), donde solían pasar sus tardes Gustav Mahler y el crítico Karl Kraus.

Y si hablamos de intelectuales emblemáticos de Viena, es obligatorio mencionar a Sigmund Freud, habitué del Café Landtmann (Universitätsring 4), que también tuvo entre sus clientes más reconocidos a Marlene Dietrich, Romy Schneider o Paul McCartney. Pero ningún otro café de Viena tuvo tantos genios como clientes habituales como el Café Museum (Operngasse 7), al cual acudían los pintores Gustav Klimt, Egon Schiele y Oskar Kokoschka , al igual que los escritores Karl Kraus y Elías Canetti o los arquitectos Otto Wagner y Adolf Loos, quien además se encargó de la remodelación y decoración del lugar.
 
El arte, la cultura, el pensamiento, dejaron su marca en cada uno de los principales emblemas urbanos. Solo que muchas veces esas huellas quedan desdibujadas bajo el trajín del trabajo diario. Detrás de las acciones racionales orientadas a fines del modo de vida vienés, todavía sobrevive su pasado sensible.

Texto: Mariano García

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