Memorias del totalitarismo en el Báltico

A lo largo de las tres capitales de las repúblicas bálticas se conectan los Museos de la Ocupación, proyecto común a Estonia, Letonia y Lituania en los cuales se documenta la historia de las sucesivas invasiones nazis y soviéticas en un rincón de Europa que tuvo la maldición geopolítica de haber quedado en medio de Alemania y Rusia durante la Segunda Guerra Mundial.

La particularidad de este proyecto es que pone en plano de igualdad a los dos totalitarismos que arrasaron la región báltica durante el siglo XX. Porque mientras que los horrores del nazismo han sido mundialmente condenados y documentados, entre los círculos políticos, académicos e intelectuales de Occidente se suele tolerar e ignorar las situaciones de esclavitud y genocidio impuestas por el régimen soviético en las repúblicas anexadas.

En los Museos de la Ocupación se documentan las simetrías entre ambas dictaduras, que el 23 de agosto de 1939 firmaron en Moscú el célebre Pacto Ribbentrop-Molotov, y establecieron la no agresión mutua entre Alemania y Rusia. Allí Hitler y Stalin acordaron el reparto de Europa Oriental, fijando áreas de influencia que otorgaron a la Unión Soviética prioridad en el Báltico.

En junio de 1940 la Unión Soviética ocupó militarmente Estonia, Letonia y Lituania. En agosto del mismo año los tres territorios se incorporaron a la URSS como repúblicas constituyentes, una anexión forzada que fue rechazada por más de 50 naciones occidentales, y contó con la aprobación de la Alemania nazi y sus aliados.

La endeble y efímera paz había sido firmada entre ambas potencias imperiales nueve días antes de iniciarse la Segunda Guerra Mundial.​ Los efectos del tratado fueron disminuyendo con la creciente hostilidad entre ambas naciones hasta que el 22 de junio de 1941 el régimen nazi decidió atacar la Unión Soviética y en pocas semanas ocupó los territorios bálticos, que a partir de ese momento quedaron atrapados como moneda de cambio de las aspiraciones territoriales de las dos dictaduras más sangrientas que tuvo Occidente durante el siglo XX.

La denominada Operación Barbarroja, plan de Hitler para invadir la Unión Soviética, dio lugar a los escenarios bélicos más grandes y brutales de la historia europea. El choque entre rusos y alemanes en el frente oriental provocó genocidios en casi todos los territorios ocupados. En julio de 1941 el Tercer Reich incorporó el territorio báltico en su Reichskommissariat Ostland.

La contraofensiva del Ejército Rojo recuperó a los Estados bálticos en 1944, hasta que en 1945 Alemania fue derrotada definitivamente. Comenzaba una nueva etapa en la historia contemporánea, y con ella la sovietización de las sociedades lituanas, letonas y estonias. Este proceso caracterizó la vida de la región durante los años de la Guerra Fría, en los cuales la ocupación rusa se impuso en lo político y económico, pero también en lo cultural y lingüístico, dejando huellas que todavía hoy perduran.

La vida social del Báltico se sovietizó durante los años de anexión a la URSS. Los círculos intelectuales y culturales fueron sometidos a la ideología dominante, y se abolieron organizaciones independientes que fueron reemplazadas por aquellas que respondían a las directivas del Partido Comunista ruso. Se impuso una estricta censura a través del control de los medios de comunicación y editoriales. Sólo se permitieron obras de arte, teatrales o literarias que celebraran la ocupación y a las autoridades centrales en Moscú. Los opositores fueron perseguidos con brutalidad.

El 29 de enero de 1949 el Consejo de Ministros de la Unión Soviética decidió deportar a miembros de la resistencia letona y sus partidarios hacia Siberia. El 25 de marzo del mismo año las fuerzas de ocupación llevaron adelante la segunda deportación masiva, que trasladó por la fuerza a 42.322 habitantes letones los campos de trabajo esclavo al otro lado de los montes Urales.

Como en toda la Unión Soviética, en el Báltico las autoridades comunistas atacaron especialmente a los granjeros propietarios de grandes unidades productivas (los denominados kulaks), a los cuales se les expropiaron sus tierras y fueron también enviados a los campos de trabajo forzoso a Siberia. Un fenómeno que provocó el desmantelamiento de las principales unidades de producción de alimentos, con las consecuentes hambrunas que diezmaron a la población soviética. La colectivización forzosa de las tierras y granjas ya había producido entre 1932-33 el Holocausto Ucraniano (Holodomor), en el cual murieron entre 1,5 y 10 millones de personas a causa de las políticas de hambruna artificial provocadas por Stalin.

Los nazis también se habían nutrido de los recursos materiales y humanos del Báltico cuando fueron la potencia invasora durante la Segunda Guerra Mundial, para satisfacer las necesidades de su maquinaria bélica. Allí había funcionado una agencia económica (Wirtshaftskommando) que se ocupó de redistribuir la producción agrícola de las granjas y saquear las economías locales.

El criterio de selección para las deportaciones soviéticas solía priorizar también a intelectuales y hasta maestros de escuelas. Todos aquellos que pudieran representar una amenaza o cuestionar la ideología única impuesta por los invasores tenían el sello esperándolos para marcar su destino en los gulags.

A partir de las independencias conseguidas luego del colapso de la Unión Soviética en 1991, Estonia, Letonia y Lituania se han ido inclinando cada vez más hacia el Oeste. Aún hoy el Báltico suele ser escenario de tensiones entre la Rusia de Vladimir Putin y la OTAN, de la cual Tallin, Riga y Vilna son miembros.

Pero los estigmas del pasado tardan en desaparecer. Tanto que este año entró en vigencia una normativa en Letonia por la cual se prohíben en actos públicos uniformes militares y símbolos de la ex Unión Soviética y de la Alemania nazi.

Mientras que los antiguos soldados del Ejército soviético celebran tradicionalmente el 9 de mayo el Día de la Victoria en Riga, los veteranos de las SS letonas marchan por la capital el 16 de marzo para conmemorar el polémico Día del Legionario.

No sorprende la prohibición del uso de insignias o uniformes de la SS (abreviatura en alemán de Schutzstaffel, escuadra de defensa), el cuerpo militar y policial al servicio del dictador Adolf Hitler y al Partido Nacionalsocialista de Alemania. En cambio, sí se destaca la ampliación de esta normativa hacia la simbología soviética, que en el resto del mundo todavía es tolerada e incluso celebrada.

En la República de Georgia, por ejemplo, Iosif Stalin cuenta con un museo en su ciudad natal, Gori, donde se lo celebra como un héroe nacional sin ninguna mención a las millones de muertes perpetradas bajo su mando. Purgas, campos  de concentración de trabajo esclavo para opositores y disidentes y hambrunas masivas elevan el conteo personal de Stalin a más de 20 millones, cifras superiores incluso al Holocausto perpetrado por Hitler.

Resulta insostenible justificar o tolerar el horror soviético -por los motivos ideológicos que sean- al ver las imágenes de los trenes deportando familias enteras desde el Báltico hasta Siberia, convertidos en esclavos a los cuales se los exprimiría como mano de obra hasta que el hambre y el frío terminara con sus vidas.

Si los números no expresan por completo la dimensión del terror comunista, los Museos de la Ocupación le ponen imágenes y documentación.

Texto: Mariano García

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