Eternamente bella y codiciada, la ciudad de Dubrovnik continúa siendo uno de los tesoros mejor escondidos del Mediterráneo. Tantas veces castigada como adorada, la “perla del Adriático” lleva a cuestas las marcas de innumerables guerras, saqueos y desastres, de los cuales de todos y cada uno de ellos se ha vuelto a levantar con orgullo, reinventándose una y mil veces como el icono cultural y turístico de Croacia.
En su pequeña superficie de apenas 21 km2 concentra un enorme patrimonio histórico y cultural, enmarcado en un entorno natural escondido entre el azul profundo del mar Adriático y las montañas Velébicas, que separan al extremo sur de Croacia de Bosnia. “Los que buscan el paraíso terrenal deben ir a Dubrovnik”, sintetizó una vez el gran escritor irlandés Bernard Shaw. Razones no le faltaban.
Ecos del antiguo esplendor
El casco antiguo de la ciudad mantiene las murallas del original trazado de la ciudad, fundada en el año 614 como una colonia eslava vecina a Ragusa, donde se asentaron las poblaciones latinas que escapaban de la gran invasión de ávaro-eslavos que aquel año arrasó con la ciudad de Epidauro (hoy Cavtat). Desde su nacimiento Dubrovnik (cuyo nombre proviene de “dubrova”, bosque) se constituyó como un enlace geográfico y cultural entre el occidente latino y el oriente eslavo.
Pero fue entre los siglos XIII y XVIII cuando floreció el arte y la cultura croatas, teniendo como apogeo la célebre República de Dubrovnik del siglo XVI. Gran parte de los monumentos, iglesias y palacios que constituyen el casco histórico son producto de aquella época de oro en que la ciudad llegó a competir con la gran Venecia por el comercio marítimo del Adriático.
Eran épocas en que la Europa medieval era castigada por todo tipo de desastres y calamidades, desde epidemias y desastres naturales hasta guerras que cubrían desde Inglaterra hasta Sicilia. “En el mapa de la Europa de entonces figuraba una ciudad-república, orgullosa de sí misma y que gozaba de paz y prosperidad. Sus habitantes, junto al tranquilo Adriático, podían creerse al abrigo de todo mal. Esa ciudad, una de las más hermosas de su época, se había dado el nombre de Dubrovnik…” (1)
Elevada sobre un terreno irregular y árido, la imposibilidad de un desarrollo agrario obligó a la ciudad a sacar ventajas de la navegación y el comercio, impronta que perdura hasta nuestros días y se ve en la prolífica y pintoresca actividad de su puerto, recostado sobre aguas tan limpias hoy como hace siglos, y donde las pequeñas barcazas al sol reflejan su sombra en el fondo del mar. Son pocas las ciudades del Mediterráneo que se integran con tanta armonía a la caída de la montaña sobre el mar. Y muchas menos, las que pueden ofrecer una vista de las aguas y las islas del Adriático desde las murallas y torres medievales como las que ofrece Dubrovnik a sus visitantes.
Pero estas imponentes murallas, que separan la parte antigua de la ciudad de la nueva mediante pesados puentes levadizos de madera, tuvieron una razón para ser construidas que no tiene nada que ver con el turismo. Desde las guerras medievales hasta las confrontaciones armadas de finales del siglo XX, muchos han intentado ocupar y conquistar esta rica y hermosa ciudad.
Renacer desde los escombros
“La historia de Dubrovnik está hecha de resurrecciones sucesivas”, afirmaba ya a fines de los años ’70 el escritor yugoslavo Vouk Voutcho. Y todavía no había llegado lo peor.
Ya en sus años de esplendor, Dubrovnik tuvo que aprender a reconstruirse desde las ruinas:
“Eran las 8 de la mañana del Miércoles Santo 6 de abril de 1667. El sol resplandecía en un cielo azul y el mar lamía suavemente la base de las fortificaciones de la ciudad. Los nobles se paseaban frente al palacio esperando que sonara la campana del Gran Consejo donde debía reunirse la asamblea de notables que, en vísperas de la Semana Santa, indultaba a ciertos condenados. En la capilla de palacio concluía la ceremonia religiosa celebrada en presencia del Príncipe y de altos dignatarios de la ciudad : el obispo expresaba su reconocimiento por la prosperidad y la paz de que gozaba la pequeña república y hacía votos por que reinaran mucho tiempo aun.
En ese mismo instante la tierra comenzó a temblar bajo el cielo azul y junto al mar apacible. En pocos segundos y en medio de un estrépito espantoso la ciudad entera quedó reducida a un montón de ruinas. Palacios, monumentos, iglesias y murallas –todo cuanto había sido motivo de orgullo para los habitantes, todo cuanto erigieron a lo largo de los siglos el saber, el amor y la riqueza– se desplomaron como un castillo de naipes.” (2)
El desastre natural se llevó las vidas de tres cuartos de la población, además de las del Príncipe (soberano de la República), toda su corte y sus más altos funcionarios. Pero eso no era todo: luego de los incendios y maremotos que provocó el movimiento de la tierra, siguieron los saqueos. Todos los enemigos de Dubrovnik, que hasta entonces no se habían atrevido a acercarse a sus poderosas fortificaciones, acudieron por tierra y por mar a saquear la ciudad.
Sin embargo, Dubrovnik ya sabía lo que era renacer desde los escombros. Dos siglos antes, la población había quedado diezmada por otro asolador terremoto, seguido por pestes. De cada tragedia, la ciudad se reconstruyó con igual belleza y espíritu inquebrantable. A lo largo de toda su historia, este pequeño y valioso enclave del Mediterráneo se vio acosado por la codicia de sus vecinos más poderosos: bizantinos, turcos, los serbios de antaño y los contemporáneos, que la añoraban como una estratégica salida al mar. A pesar del asedio permanente, Dubrovnik sobrevivió y se convirtió en uno de los centros del Renacimiento eslavo durante la Edad Media, resistiendo durante siglos las amenazas y peligros provenientes de Oriente y de Occidente.
La modernidad tampoco traería paz a la ciudad, que se convirtió en una pequeña pero valiosa pieza dentro del ajedrez de expansiones y conformación de los grandes imperios europeos. Las conquistas napoleónicas la ocuparon en 1808, perdiendo así su estatuto de república libre y pasando a formar parte de las Provincias ilirias del imperio francés, que al poco tiempo fue abolido en el Congreso de Viena de 1815. Como gran parte del territorio croata, Dubrovnik pasó entonces a manos Astro-Húngaras.
Ya en el convulsionado siglo XX, durante los años de la Yugoslavia unificada bajo el mando del Mariscal Josip Broz “Tito”, Dubrovnik mantuvo su estatus de privilegio como una de las ciudades más atractivas del conglomerado de estados eslavos del sur de los Balcanes.
Pero todavía faltaba lo peor. Durante la guerra de los Balcanes, que disgregó a Yugoslavia en un mosaico de Estados tan cercanos cultural y lingüísticamente como enemistados en lo político, Dubrovnik fue víctima como nunca antes del encono y la irracionalidad. Esta vez la destrucción vino de manos del ejército Yugoslavo al mando del genocida serbio Slobodan Milosevic, que antes de perder a una de las ciudades más hermosas prefirió reducirla a escombros.
A partir del 6 de diciembre de 1991, el ejército yugoslavo atacó desde aire, mar y tierra al que era uno de los símbolos de la cultura y la historia de una Croacia que reclamaba su independencia. Desarmada y desprotegida, Dubrovnik fue asediada durante meses, rememorando aquellas traumáticas épocas medievales de saqueos, incendios y destrucción.
De cara al presente
Como tantas otras veces, Dubrovnik supo volver levantarse. Hoy en día, las cicatrices de la última guerra se ven talladas en la piedra blanca de las construcciones emblemáticas del centro histórico de la ciudad. Los diferentes tonos y pátinas son como heridas en la piedra que dan indicios del paso del tiempo y las sucesivas reconstrucciones a las que se vio obligada.
Este nuevo renacimiento de Dubrovnik la encuentra como un destino turístico de primer nivel, y al mismo tiempo económico en comparación al resto de la Europa mediterránea, donde conviven cruceros de lujo y yates millonarios con un estilo de vida sencillo y amigable. Por suerte, el impacto turístico no ha sido lo suficientemente fuerte como para alterar las costumbres y el ritmo local. Están los hoteles 5 estrellas, pero también la posibilidad de alquilar una habitación en una casa de familia por 10 o 15 euros la noche.
Incluso siendo el destino más internacional del turismo croata, la vida de provincia, la comida casera y la tranquilidad se sienten en cada uno de sus rincones. La calle de Stradun es el eje comercial y gastronómico dentro del trazado medieval, murallas adentro. Desde allí se llega a la plaza Luža, el punto de reunión preferido por los visitantes y escenario de diversos espectáculos culturales gratuitos, sobre todo durante el Festival de verano.
Alrededor de la plaza Luža se encuentran las iglesias y palacios medievales más importantes de la ciudad, con su característico estilo gótico-renacentista: el Palacio del Rector, antigua sede de gobierno, y el palacio Sponza. Ambos son herencia de aquel esplendor que vivió Dubrovnik en el siglo XV, al igual que la mayoría de los monumentos y edificios murallas adentro. Los amantes del barroco, en cambio, deberán dirigir sus miradas hacia la Iglesia de San Blas y la Catedral de la Asunción de Nuestra Señora, con sus profusos ornamentos producto de la reconstrucción de la ciudad luego del terremoto de 1667.
Todas estas maravillas arquitectónicas sirven de escenario para el que sigue siendo el gran protagonista de la ciudad: el mar. La escasa superficie de la zona no ha sido generosa en extensas zonas de playa, lo cual obliga a propios y extraños a lanzarse al agua a realizar todo tipo de deportes náuticos en el tranquilo mar: remo, kayak, yachting; incluso “picaditos” de waterpolo en aguas abiertas (de una dificultad que hace que sea exclusivo de los locales, potencia mundial en esta disciplina).
Para los que prefieran la tranquilidad en la playa sin tanto desgaste físico, el extremo sur de la ciudad es la mejor opción para descender a pequeñas y escondidas bahías de finas piedras blancas y disfrutar desde allí la inigualable vista de la ciudad amurallada fusionándose con el mar y la montaña.
Si bien todavía quedan escombros en los rincones escondidos detrás de las murallas, el recuerdo de las épocas más traumáticas en la vida de Dubrovnik no afecta su presente, cada vez más parecido al paraíso en la tierra con el que soñaba Bernard Shaw al describirla.
Texto: Mariano García